domingo, junio 19, 2011

Sesenta



Debo haber estado distraído.  Si no, no se explica.

Hace un rato estaba saliendo de mi escuela primaria en Caballito, para ir a tomar la leche a casa y hacer los deberes con el gordo Palino que vivía a una cuadra.

Te digo más: diez minutos después, volvíamos del Hipólito Vieytes con Emilio pensando en el partido que estamos por jugar este sábado. Y al rato, con Guillermo, Pîncha, Micka y Lito nos devanábamos los sesos en la esquina de Espinosa y Neuquén imaginando un lugar al que ir a tomar unas cervezas para pasar otra noche de sábado en blanco.

Eso ocurrió justo un momento antes de que yo entrara a la Facultad por la puerta de la avenida Córdoba, donde patrullaban sin mucho disimulo unos Falcon de color verde y sin patente. Adentro, una morocha  delgadita, peinada con melena y raya al medio, atraía irresitiblemente mi mirada con sus enormes ojos dulces. La ciencia económica se mezclaba en los pasillos con unos militantes fervorosos. A Alberto y a mí la realidad nos parecía difícil de entender, pero el Colorado nos proporcionaba una explicación en la cual queríamos creer. Por entonces, doña Rafa me arropaba en mi cuarto de la calle Fragata Sarmiento; don Miguel ya se había ido, sin tiempo de despedirse.

Un par de minutos más tarde, a la morocha y a mi la nieve de Ushuaia no nos resultaba tan fría como era de esperar. Es que Carlitos y Norma estaban ahí, ahora me doy cuenta de que era por eso. Después hubieron más amigos.

Parpadeamos y nacieron Laura y Esteban. Hace un ratito, nomás, los teníamos  en brazos a esos locos bajitos. Pero, volvimos a parpadear  y ya andaban por el mundo.

De nuevo te digo, seguro que me distraje. Porque me veo al espejo y, salvo por algunos pequeños detalles, por ciertas carencias y ciertos nuevos dolores, estoy igual que siempre.

Como si no cumpliera sesenta.