Los observadores extranjeros suelen referirse a la Argentina como un país difícil de entender. Sin embargo, el estupor de quienes nos miran desde afuera resulta a su vez algo muy comprensible, si se considera la combinación de recursos naturales y de capital humano con la que fuimos dotados.
Esa conjunción nos posicionaba cien años atrás como la gran esperanza del mundo por entonces en desarrollo, perfil del cual hoy nos queda poco más que el dolor de ya no ser. A lo largo de un siglo anudamos una formidable serie de marcas negativas en materia de indicadores económicos y sociales, y en algún caso —recordemos la declaración de default de la deuda pública— hasta festejamos como si se tratara de un exitazo.
Aunque deberíamos confesar que “nosotros lo hicimos”, nuestra reacción más frecuente ante las sucesivas crisis apocalípticas que nos flagelan cada diez años, ha sido la de atribuirlas a una constante campaña antiargentina con la que el resto del mundo, por misteriosas razones, se empeñaría en perjudicarnos, y a la cual —en caso de ser ello cierto— habría que reconocer al menos una eficacia letal. Por ende, maltratamos preventivamente a los inversores externos al sospechar que pretenden obtener rentabilidad, y volvemos a amagar con aislarnos de ese mundo que, maliciamos, nos quiere exterminar.
En esa suerte de endogamia económica se enmarcan medidas que no pueden menos que llamar la atención allende nuestras fronteras, como las restricciones a las exportaciones de carnes, aplicadas en el preciso momento en que una misión oficial las promocionaba en Europa…
Tierra del Fuego, en tanto integrante de la Argentina, muchas veces no logra escapar a ese karma nacional. Y para muestra, basta un botón.
La isla ha sido bendecida con un espacio geográfico de inusitada belleza, así como por una llamativa localización en un lejano rincón del planeta que, en conjunto, representan un valor muy fuerte en términos de atractivos turísticos.
Además, desde principios de 2002 se agregaron a ese potencial dos elementos del ámbito económico. Por un lado, la devaluación del signo monetario abarató drásticamente el nivel de los precios de los servicios turísticos, expresados en divisas. Por el otro, el colapso del sistema financiero hizo que muchos ahorros privados (incluyendo fondos de argentinos no atrapados en el “corralón” de Remes Lenicov) se canalizaran hacia inversiones dirigidas al mercado fueguino. Es decir: en la misma crisis apareció una ventana de oportunidad.
Como es sabido, la construcción se caracteriza por convertir muy rápidamente el dinero invertido en puestos de trabajo y pedidos a los proveedores de insumos, generando un flujo económico muy vigoroso. Y, a continuación, la maduración de esas inversiones se traduce en una actividad mano de obra-intensiva como la de hoteles y restaurantes que, además, se eslabona velozmente hacia otros rubros.
Ante dicho cuadro el sector privado reaccionó como era de esperar, por lo que en Ushuaia se han estado construyendo numerosos establecimientos hoteleros de distintas categorías, mientras que casi todas las ramas del comercio y otros servicios anexos se han beneficiado con el aumento de la actividad. Por fin, el tan mentado despegue del turismo parece a punto de convertirse en una realidad.
En ese marco se conoció recientemente una iniciativa oficial para
prohibir, o al menos suspender, la autorización para nuevos proyectos hoteleros. Esto, mientras la propia provincia promociona en el resto del país y en el extranjero, el turismo hacia nuestra región. He aquí el karma.
Pero el anuncio dispara además varios interrogantes. Uno de ellos se refiere al efecto que este pretendido freno tendrá sobre potenciales inversiones. ¿Esperarán a que Tierra del Fuego se decida a reabrirles sus puertas en algún difuso momento futuro, o se orientarán a otros mercados donde estén dispuestos a recibirlos? ¿Tomarán a esa medida como algo circunstancial o la identificarán como una típica señal de inconsistencia institucional, de esas que tanto espantan al capital?
Otro punto es el de la supuesta necesidad de garantizar la rentabilidad a las inversiones existentes o en ejecución, con preferencia sobre las que estarían por venir. No resulta claro por qué motivos una hostería cuyos servicios deficientes y caros no satisfacen a los pasajeros debería continuar operando en detrimento de otra más eficiente, simplemente por haberse instalado antes. Por el contrario, sería más razonable que fueran los clientes quienes decidieran, “votando” con sus decisiones de consumo a favor de los establecimientos que se esmeren en alcanzar estándares de calidad superiores. Si este fuera el criterio, con el acompañamiento de políticas adecuadas, el resultado sería muy probablemente una mejora general de la competitividad de nuestra oferta turística, lo que además contribuiría a fortalecerla para el momento en que las ventajas del tipo de cambio se atenúen o incluso desaparezcan.
Además, ¿por qué garantizar la rentabilidad de los hoteleros y no, por ejemplo, la de los peluqueros o los panaderos? ¿Qué pensaríamos si un funcionario propusiera que se prohíba la radicación de nuevas ferreterías?
Hay que reconocer que el asunto es de una indudable complejidad. Factores como la disponibilidad de tierras, la infraestructura de energía y otros servicios y las tarifas del transporte aéreo, entre otros, constituyen condicionantes severos para las decisiones gubernamentales. Sin embargo, es dudoso que las soluciones se encuentren en el sendero de la restricción a la inversión privada, motor principal de todo proceso de crecimiento. Tampoco provendrán de tutelajes oficiales que pretendan instaurar “cotos” exclusivos, lo cual —además de injustamente discrecional— es ineficaz, como lo prueba la historia económica argentina.