jueves, octubre 28, 2010

La muerte, esa sorpresa




Ante la contundente irreversibilidad de la muerte, uno suele quedarse sin palabras. La gravedad del hecho posterga las discusiones, relativiza las afirmaciones y tiende a proponer treguas. Al menos, por un tiempo. Quizá sea porque el sujeto ya no puede argumentar, o tal vez porque la visión de La Parca nos recuerda que ella, tarde o temprano, vendrá a nuestro encuentro. Se lo puede llamar respeto, también -como señala Jorge Lanata en La Nación-  miedo.

Algo de eso sentí ayer, cuando supe que Néstor Kirchner había muerto. No experimenté dolor, tampoco sorpresa. Lo primero, porque su actuación como hombre público nunca despertó mi adhesión, sino todo lo contrario; lo segundo, porque su actitud y la del entorno íntimo frente al ostensible deterioro de su salud ("Hay Kirchner para rato") asignaban alta probabilidad de ocurrencia a un desenlace semejante.

Kirchner llegó a la presidencia en 2003 poco menos que desde el anonimato político y la asumió con un magro caudal de votos, en medio de una coyuntura muy compleja. Sin embargo, se convirtió en la figura predominante de la década, tanto como lo habían sido Alfonsín en los ochenta y Menem en los noventa. Por eso, su desaparición deja una fuerte sensación de vacío que abarca a la oposición, que hasta se sentía cómoda definiéndose siempre desde la postura "anti-k".

El país que nos deja Kirchner está marcado por un deterioro institucional tremendo, tanto como por indicadores sociales y económicos que la manipulación de la información (el famoso "relato") no consigue disimular. La Argentina es hoy insignificante para el resto del mundo, salvo para los países de la órbita chavista. La comparación con Brasil, Chile o Uruguay, por dar sólo algunos ejemplos, no puede menos que abochornar.

No obstante, hay características suyas que son aún más irritantes. La manipulación del tema de los derechos humanos, por ejemplo, es una de los más emblemáticas. Y su entorno insiste en ello: el decreto presidencial que declara el duelo nacional relata su trayectoria, inventando imaginando que fue un defensor incansable "como abogado en los tiempos dictatoriales" de dicha cuestión. De nuevo el relato, reescribiendo la historia al modo del Gran Hermano orwelliano.

Otra arista es el perfil confrontativo, la manía de considerar al adversario o al disidente como un enemigo al que hay que pulverizar en términos políticos. La descalificación del opositor fue su impronta, y lo doloroso es que muchos de sus adversarios la hicieron propia. De tal modo, el escenario político fue adquiriendo una configuración que espanta al ciudadano de a pie, alejándolo cada vez más de la participación. En el chiquero, sólo los puercos chapotean despreocupados sobre el barro.

La turbiedad de casos como los de Skanska o el de la valija de Antonini Wilson, así como de los manejos en favor de empresarios amigos (incluyendo el funcionamiento de una cuasi embajada paralela en Caracas) completan el cuadro, junto con la creciente influencia de una dirigencia sindical impresentable.  Una dirigencia  que, por cierto, se convenció de su impunidad cuando provocó la renuncia de la ministra Ocaña que denunció sus negociados.

Lo que vendrá en materia política es bastante incierto. La estrella de Kirchner venía apagándose, como quedó demostrado con ciertos movimientos de Daniel Scioli, el eterno maltratado, así como de varios intendentes bonaerenses y de dirigentes del sector empresario hasta hace poco defensores "del proyecto". Los primeros movimientos de la oposición han mostrado, en general, cierta grandeza, más allá de la sobreactuación no exenta de hipocresía de algunos dirigentes. El problema, mirando a las elecciones de 2011, es que la mayoría no parece prometer otra cosa que "buenos modales" para cotninuar con el modelo.

Entre tanto, aún es una incógnita lo que hará la presidenta, que deberá lidiar con una situación completamente nueva para ella: el hombre junto al cual construyó su vida familiar y su entera carrera política, simplemente ya no está. Uno tiende a pensar que va a recostarse en su círculo íntimo y, siendo fiel al sello de su marido, procurará redoblar la apuesta. Veremos qué sucede.

(La imagen pertenece a Perfil.com)

lunes, octubre 25, 2010

Malas compañías



Mi santa madre
me lo decía:
"Cuídate mucho, Juanito,
de las malas compañías".

El terrible episodio que la semana pasada culminó con el asesinato de un joven militante del Partido Obrero no es excepcional. En realidad, si sus consecuencias no hubieran alcanzado ese grado trágico (además de la muerte de Mariano Ferreyra, una mujer resultó con gravísimas heridas y aún lucha por su vida), la noticia hubiera durado bastante poco, tanto en las primeras planas de los diarios como en la consideración de los ciudadanos de a pie.

Es que la disputa por la ocupación del espacio público entre grupos de particulares (piqueteros, gremialistas, militantes de diversas corrientes), y su resolución por medios más o menos violentos, forma parte de la cotidianeidad argentina desde hace ya demasiado tiempo, y por lo tanto casi no llama la atención. Salvo que el desborde sea excesivo, como en el caso que nos ocupa. Es una cuestión de la que el Estado se desentiende, en el mejor de los casos, o con la cual coadyuva ("no hay que criminalizar la protesta").

No es posible olvidar que el miércoles pasado, ante la pretensión de los militantes del PO y de los "tercerizados" de cortar las vías del ferrocarril Roca, quienes procuraban impedirlo no eran los agentes de policía que cualquier ingenuo podría imaginar como encargados de velar por el orden público, sino un conjunto de miembros del sindicato ferroviario que preside desde hace un cuarto de siglo José Pedraza, apoyados por unos tenebrosos patoteros profesionales ("barras bravas" de clubes de fútbol) contratados ad-hoc. Poco importa que se haya tratado de una "zona liberada" o de  una delegación de facultades de hecho: cualquiera de esas posibilidades tiene idéntica gravedad. Y lo cierto es que a algún barra se le fue la mano en el celo vigilador, por lo que Ferreyra terminó muerto.

Hay otras aristas de este hecho que me interesa señalar. Una de ellas es la relación que el gobierno mantiene y cultiva con una dirigencia sindical impresentable que conserva sus peores rasgos,  los mismos que viene poniendo de manifiesto desde tiempos inmemoriales.Menos de una semana antes, las máximas autoridades del país habían participado del acto que el líder cegetista Hugo Moyano organizó por el "Día de la Lealtad", transmitiendo una imagen de dependencia respecto del poderoso gremialista camionero que resultó patética.


Tan patético como el proyecto que el diputado moyanista Héctor Recalde impulsa en el Congreso para, supuestamente, instaurar la distribución de utilidades de las empresas entre los trabajadores.
No es difícil imaginar las consecuencias prácticas en caso de concretarse esa iniciativa. Gremialistas de la calaña de Moyano y de Pedraza, terminarían tomando decisiones en las empresas, y en caso de desacuerdos no trepidarían en recurrir a la ayuda de los barras. Tampoco es necesario tener mucha perspicacia para sacar conclusiones acerca de cómo influiría dicha realidad en las decisiones de inversión de los empresarios.

Otro aspecto es el del manejo por lo menos poco transparente de ese ramal ferroviario, en manos de un ente, el UGOFE,  que no se sabe bien si es una agencia estatal, una organización no gubernamental, una empresa privada, una mixta o qué. Lo que quedó claro es que maneja una robusta caja de caudales provenientes del fisco (acerca de cuya distribución, justamente, giró el "debate" del miércoles pasado), y también -a estar por las declaraciones del barra brava Cristian Favale- que para trabajar en ella no hay que presentar un CV ni rendir un examen de aptitud, sino colaborar dando algunos puñetazos y lanzando unas pedradas en pos de la solución de conflictos que puedan afectarla.


Violencia institucionalizada, pujas por fondos fiscales mediante prácticas cuasimafiosas, desprecio por la vida, ausencia absoluta de respeto por el estado de derecho. Un cuadro de situación preocupante, que el oficialismo intenta maquillar con alusiones cada vez menos creíbles a una gesta liberadora que sólo existe en la imaginación de sus acríticos adláteres.


Mis amigos son gente cumplidora
que acuden cuando saben que yo espero.
Si les roza la muerte disimulan,
que para ellos la amistad es lo primero.

lunes, octubre 04, 2010

Zapatos italianos


Es el sexto libro del sueco Hennig Mankell que he leído, y el que más me ha gustado de todos ellos. Después de paladear cuatro entregas de la serie de policiales negros protagonizadas por el comisario Wallander ("Asesinos sin rostro", "Los perros de Riga", "La leona blanca", "La quinta mujer") y "El chino", del mismo género pero sin la presencia del policía residente en Ystad, "Zapatos italianos" -publicada en 2006- lo consagra para mi gusto como un gran novelista.


Tras un traspié profesional, un médico cirujano se ha retirado a su antigua casa familiar en una isla de la costa del Báltico. Separado y sin hijos, lleva allí doce años y parece resignado a esperar el final de su vida. Jansson, el hombre que reparte el correo cada semana, es prácticamente su único contacto con el resto del mundo, aunque él ya casi no recibe correspondencia. Fredrik se deja estar allí, recordando su infancia, las lágrimas de su madre y las charlas con su padre, mientras va rumiando su amargura ("¿Conversaciones? No, no puede decirse que Jansson y yo conversemos"). Sin embargo, algo inesperado -una visita que jamás imaginó-   lo habrá de confrontar de golpe con una parte del pasado que creía haber olvidado para siempre.

A partir de ese encuentro, a las imágenes quizá entrañables que su memoria recuperaba cada tanto se sumarán con crudeza las vivencias -muchas de ellas desagradables- que vienen de la mano de su visitante, por quien, además, se enterará de que tiene una hija. De pronto, aquella relativa placidez de su lánguido retiro se convierte en una dura remoción de escombros, cuando las circunstancias lo ponen ante la necesidad de saldar un pasivo muy gravoso.

La pluma de Mankell va desarrollando la trama al mismo tiempo con morosidad y ritmo, de manera magistral. Hay una descripción precisa  de los caracteres austeros y sin embargo intensos de esas personas que parecen carecer de emociones y que, no obstante, sufren, aman y ríen, como todos nosotros. La atmósfera despojada del relato le abre la puerta, no obstante el planteo reflexivo, a una emoción que por momentos entra a raudales. El protagonista, al fin de cuentas un hombre como cualquiera, hace lo que puede: algunas deudas serán canceladas y otras, más allá de su voluntad, deberán esperar.

De lo mejor que he leído últimamente.