miércoles, agosto 23, 2006

¡TU - CU - MANO!


En los sesentas, yo quería jugar como él. Aunque en San Lorenzo había jugadores con características y virtudes que tendrían que haber sido mucho más interesantes para el pibe que era yo por entonces —goleadores como Sanfilippo, el Lobo Fischer y Veira, talentosos como Rendo, Doval y el Toti Veglio— cuando el equipo emergía del túnel en medio de una lluvia de papelitos (costumbre que por entonces no preocupaba al gordo Muñoz) mi vista buscaba ante todo a quien portaba la camiseta número 6 y el brazalete de capitán: Rafael Albrecht. Y se me ponía la piel de gallina cuando bajaba el saludo ritual desde la tribuna, “¡tu-cu-mano! ¡tu-cu-mano!”, que él respondía levantando apenas un brazo.
Nunca supe los motivos de esa admiración incondicional que profesaba por él, y quizá tampoco pueda explicarlos hoy. Porque no era un exquisito para pegarle a la pelota ni tenía un remate temible, y jamás lo vi hacer una gambeta. Además, jugaba en la defensa y cuando uno es adolescente, siempre mira a los delanteros. En el último Mundial, Ayala fue un pilar de la selección, pero estoy seguro de que los chicos estuvieron mucho más pendientes de las gambetas de Tévez que de los precisos quites del Ratón.
A aquellos que, no habiéndolo visto jugar, piensen por esto que se trataba de un tronco, les aviso que se equivocan de medio a medio. Era un defensor muy seguro tanto en el juego aéreo como por abajo, con una gran capacidad para anticipar a sus rivales. Por eso mismo, siempre tenía que bailar con la más fea. Si San Lorenzo jugaba contra River, al goleador serial Luisito Artime lo tomaba él; si el rival era Boca, allí estaba Albrecht marcando al temible Tanque Rojas. Y afirmo que ganó la mayoría de esos duelos.
Además pasaba al ataque por sorpresa, con la misma eficacia que esgrimía a la hora de ejecutar penales. Prueba de esto es su ubicación entre los diez máximos goleadores de todos los tiempos jugando de defensor, entreverado con “nenes” como Ronald Koeman, Passarella y Breitner, y por delante de Beckenbauer y Roberto Carlos.
Fue el líder de uno de los mejores equipos de San Lorenzo que he visto, los “Matadores” de 1968, de cuya valía da testimonio un hecho significativo: cracks como Doval, Tojo, Rubén Ayala y Veira eran allí suplentes.
Por sus condiciones y personalidad, fue titular indiscutible de la selección durante varios años, componiendo con el Mariscal Perfumo la pareja central de la defensa durante el Mundial de 1966. Y con la celeste y blanca convirtió el penal quizá más recordado de todos los que tiró, el día del empate contra la selección peruana (aquel equipazo donde brillaba Teófilo Cubillas) que selló nuestra eliminación del campeonato de 1970.
Hoy El Tucumano (así, con mayúsculas) cumple 65 años, edad indudablemente provecta, y no sé qué será de su vida. Recuerdo que varios años atrás fue noticia, lamentablemente, cuando sufrió un grave accidente (lo arrolló un tren en el barrio de Caballito, en Buenos Aires) del que logró recuperarse.
Al advertir la efeméride vino a mi memoria una dulce época, cuando cada domingo —no había fútbol los viernes, y los sábados se jugaban sólo los campeonatos del ascenso— iba a la cancha después de comer los ravioles de la vieja, confirmando el mito. Tiempos en los que para la Copa Libertadores se clasificaban sólo los campeones de cada país, los jugadores no festejaban los goles con coreografías previamente ensayadas sino con espontáneos gritos y abrazos, y los directores técnicos desocupados no puchereaban de comentaristas de lunes a viernes, porque no existían esos programas televisivos o radiales que hoy se asemejan tanto a unas agencias de colocaciones.
Dondequiera que estés, Tucumano, te saludo en este cumpleaños, y te confieso que jamás pude jugar como vos, ni por asomo…

jueves, agosto 10, 2006

UN HOMBRE DE SUERTE


En el poder desde hace cuarenta y siete años (casi la mitad de la vida independiente de su país), Fidel Castro —cuya salud hoy tiene en vilo al mundo— es quizá la figura política que más controversias ha suscitado en los tiempos modernos. Lo rodea una aureola romántica desde los ya lejanos tiempos en que dirigió el asalto al Cuartel Moncada, cuyo actual carácter mítico pese a haber sido un fracaso militar no es más que una muestra de la formidable capacidad del personaje para manipular la realidad.
Su enfrentamiento con los Estados Unidos, a partir de la implantación por parte de este país de un bloqueo que resulta tan injusto y anacrónico como el propio régimen al que cree perjudicar, lo ha convertido en el máximo estandarte del sentimiento antinorteamericano; sentimiento que, dicho sea de paso y barbaridades de George W. mediante, crece urbi et orbi de un modo incontenible (1).
Fidel es un hombre de suerte. Es cierto que hoy son muy pocos los que defienden su política, aunque todavía existen quienes sostienen que los disidentes presos o las limitaciones a la libertad de expresión son inventos de los estadounidenses. O que los 700.000 cubanos de Miami (los mismos que con las transferencias a sus familiares en la isla contribuyen indirectamente a sostener al régimen, junto con los ingresos por turismo y los flamantes petrodólares chavistas) son todos terroristas pagados por la CIA.
Tiene suerte, insisto, pese a que la apertura al turismo internacional —a la que se vio obligado con la implosión soviética, a comienzos de los noventa— ha posibilitado que el mundo conozca, además de la suntuosidad de los hoteles y resorts, la cruda realidad cotidiana que afrontan los cubanos. Contra eso, de poco sirve el gran cartel que, junto al camino de acceso a Varadero, reza: “Aquí se recauda para el pueblo”.
En efecto, quien viaja hoy a aquella bellísima isla puede ver cómo el ciudadano cubano, tan lejos del “hombre nuevo” soñado por el Che, se dispone cada día a “resolver”, esto es: encontrar la manera de sobrevivir, cosa impensable con los magros 10 a 15 dólares mensuales de los sueldos oficiales. Comprueba, en cualquier calle, cómo resuelve un obrero de Partagás, cuando trata de venderle por pocos dólares unos cigarros que hurtó de la fábrica con la anuencia de su jefe/cómplice; o cómo lo hace un veterinario, dándole charla en el portal del Museo de la Revolución para terminar ofreciéndole una monedita con la efigie del Che o un nuevo remedio cuasi mágico contra el colesterol. Tras una sucesión de episodios similares, el viajero vuelve a su lugar de origen y cuenta de qué forma resuelve -o se salva como puede- un pueblo cuya conciencia ha sido corrompida lenta pero inexorablemente, para ser sustituida por una doble moral detrás de la cual se adivina una patética tristeza.
No obstante, digo que Fidel tiene suerte porque son muchos los que relativizan las críticas, aun “admitiéndolas”. Algunos excusan al Comandante por el hecho, cierto, de haber derrocado a un gobierno dictatorial y corrupto; otros, por la torpe actitud imperial norteamericana.
Pero la mayoría de sus defensores apela a una excelencia de los servicios de educación y salud que, aunque discutible, constituye el único resultado que les resulta digno de ser exhibido. A propósito, la cuestión de la salud parece ser lo bastante discutible como para haber provocado la caída en desgracia de la Dra. Hilda Molina a partir de sus críticas a la política oficial realizadas en 1994.
Ahora bien: ¿es aceptable que los resultados justifiquen los medios, cualesquiera sean éstos?
Propongo establecer un paralelo con otro dictador del ámbito latinoamericano, Augusto Pinochet. Por un lado, sus defensores justificaron el golpe que lo llevó al poder por el sesgo marxista de la administración del presidente constitucional Salvador Allende, quien además resultó muerto por los sediciosos. Pero, por otra parte, las políticas económicas impulsadas por Pinochet en su presidencia fueron lo suficientemente exitosas como para que todos sus sucesores democráticos se abstuvieran de alterar sus premisas básicas. Aquel dato inicial y este resultado, por supuesto, no podrían esgrimirse como argumentos para absolver al feroz autócrata chileno por los crímenes cometidos en tantos años de poder omnímodo. Pero hay algo curioso: quienes reivindican al tirano por ello merecen la crítica implacable de los mismos que justifican a Fidel y sus métodos, basándose en la ilegitimidad de Batista y los —supuestos o reales— éxitos de algunas de sus políticas.
Se trata de otra versión de la esquizofrenia política tan común en los tiempos que corren, donde la ideología suele anteponerse a consideraciones de índole moral, para colmo aludiendo nada menos que a los derechos humanos. Esquizofrenia que suelen exhibir los supremacistas de diversa laya, depositarios de una supuesta verdad revelada sobre la que no tienen ni soportan la más mínima duda, y que consideran que debe ser impuesta a cualquier costo a toda la humanidad para alcanzar un mundo perfecto.

(1): para los interesados en un rico análisis de los desaguisados de Bush en Irak, recomiendo la lectura de "El nuevo desorden mundial", de Tzvetan Todorov (Editorial Océano - ISBN:970-651-890-8).