jueves, agosto 10, 2006

UN HOMBRE DE SUERTE


En el poder desde hace cuarenta y siete años (casi la mitad de la vida independiente de su país), Fidel Castro —cuya salud hoy tiene en vilo al mundo— es quizá la figura política que más controversias ha suscitado en los tiempos modernos. Lo rodea una aureola romántica desde los ya lejanos tiempos en que dirigió el asalto al Cuartel Moncada, cuyo actual carácter mítico pese a haber sido un fracaso militar no es más que una muestra de la formidable capacidad del personaje para manipular la realidad.
Su enfrentamiento con los Estados Unidos, a partir de la implantación por parte de este país de un bloqueo que resulta tan injusto y anacrónico como el propio régimen al que cree perjudicar, lo ha convertido en el máximo estandarte del sentimiento antinorteamericano; sentimiento que, dicho sea de paso y barbaridades de George W. mediante, crece urbi et orbi de un modo incontenible (1).
Fidel es un hombre de suerte. Es cierto que hoy son muy pocos los que defienden su política, aunque todavía existen quienes sostienen que los disidentes presos o las limitaciones a la libertad de expresión son inventos de los estadounidenses. O que los 700.000 cubanos de Miami (los mismos que con las transferencias a sus familiares en la isla contribuyen indirectamente a sostener al régimen, junto con los ingresos por turismo y los flamantes petrodólares chavistas) son todos terroristas pagados por la CIA.
Tiene suerte, insisto, pese a que la apertura al turismo internacional —a la que se vio obligado con la implosión soviética, a comienzos de los noventa— ha posibilitado que el mundo conozca, además de la suntuosidad de los hoteles y resorts, la cruda realidad cotidiana que afrontan los cubanos. Contra eso, de poco sirve el gran cartel que, junto al camino de acceso a Varadero, reza: “Aquí se recauda para el pueblo”.
En efecto, quien viaja hoy a aquella bellísima isla puede ver cómo el ciudadano cubano, tan lejos del “hombre nuevo” soñado por el Che, se dispone cada día a “resolver”, esto es: encontrar la manera de sobrevivir, cosa impensable con los magros 10 a 15 dólares mensuales de los sueldos oficiales. Comprueba, en cualquier calle, cómo resuelve un obrero de Partagás, cuando trata de venderle por pocos dólares unos cigarros que hurtó de la fábrica con la anuencia de su jefe/cómplice; o cómo lo hace un veterinario, dándole charla en el portal del Museo de la Revolución para terminar ofreciéndole una monedita con la efigie del Che o un nuevo remedio cuasi mágico contra el colesterol. Tras una sucesión de episodios similares, el viajero vuelve a su lugar de origen y cuenta de qué forma resuelve -o se salva como puede- un pueblo cuya conciencia ha sido corrompida lenta pero inexorablemente, para ser sustituida por una doble moral detrás de la cual se adivina una patética tristeza.
No obstante, digo que Fidel tiene suerte porque son muchos los que relativizan las críticas, aun “admitiéndolas”. Algunos excusan al Comandante por el hecho, cierto, de haber derrocado a un gobierno dictatorial y corrupto; otros, por la torpe actitud imperial norteamericana.
Pero la mayoría de sus defensores apela a una excelencia de los servicios de educación y salud que, aunque discutible, constituye el único resultado que les resulta digno de ser exhibido. A propósito, la cuestión de la salud parece ser lo bastante discutible como para haber provocado la caída en desgracia de la Dra. Hilda Molina a partir de sus críticas a la política oficial realizadas en 1994.
Ahora bien: ¿es aceptable que los resultados justifiquen los medios, cualesquiera sean éstos?
Propongo establecer un paralelo con otro dictador del ámbito latinoamericano, Augusto Pinochet. Por un lado, sus defensores justificaron el golpe que lo llevó al poder por el sesgo marxista de la administración del presidente constitucional Salvador Allende, quien además resultó muerto por los sediciosos. Pero, por otra parte, las políticas económicas impulsadas por Pinochet en su presidencia fueron lo suficientemente exitosas como para que todos sus sucesores democráticos se abstuvieran de alterar sus premisas básicas. Aquel dato inicial y este resultado, por supuesto, no podrían esgrimirse como argumentos para absolver al feroz autócrata chileno por los crímenes cometidos en tantos años de poder omnímodo. Pero hay algo curioso: quienes reivindican al tirano por ello merecen la crítica implacable de los mismos que justifican a Fidel y sus métodos, basándose en la ilegitimidad de Batista y los —supuestos o reales— éxitos de algunas de sus políticas.
Se trata de otra versión de la esquizofrenia política tan común en los tiempos que corren, donde la ideología suele anteponerse a consideraciones de índole moral, para colmo aludiendo nada menos que a los derechos humanos. Esquizofrenia que suelen exhibir los supremacistas de diversa laya, depositarios de una supuesta verdad revelada sobre la que no tienen ni soportan la más mínima duda, y que consideran que debe ser impuesta a cualquier costo a toda la humanidad para alcanzar un mundo perfecto.

(1): para los interesados en un rico análisis de los desaguisados de Bush en Irak, recomiendo la lectura de "El nuevo desorden mundial", de Tzvetan Todorov (Editorial Océano - ISBN:970-651-890-8).

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