sábado, julio 29, 2006

DE ELCANO A MENEM

Hace poco, la revista Noticias editó –en ocasión del Día del Amigo- un video sobre Kirchner y Menem que se pudo ver en el blog de Darío Gallo. Entonces, recordé que en mis archivos tenía cierto material vinculado con el asunto, como la foto anexa a este post. Además, encontré un fragmento del discurso que con motivo de la inauguración del aeropuerto de El Calafate pronunció el gobernador santacruceño en funciones el 27 de diciembre de 1994, cuyo texto fue reproducido por “La Opinión Austral” de Río Gallegos del día siguiente. El mandatario provincial se refirió entonces a Carlos Saúl Menem, presente en el lugar, diciendo que “pocas veces, o casi diría con seguridad que desde Elcano, no existió un presidente que haya escuchado tanto a la Patagonia sur y a Santa Cruz en particular.”
La referencia al navegante español quizá haya sido pertinente, ya que don Juan Sebastián era uno de los integrantes de la flota de cinco naos que recaló durante un tiempo en Puerto San Julián hacia 1520. Pero hay que reconocer que en ese momento la expedición era aún comandada por el portugués Hernando de Magallanes, quien recién entregaría su alma al Señor en Filipinas, al año siguiente.
Dado que la historia, como sabemos, se está reescribiendo casi a diario, a lo mejor algunas cosas no fueron como uno cree que fueron. Las dudas tienen mayor justificación cuando se trata de sucesos acaecidos hace casi 500 años. Pero en cuanto a acontecimientos más cercanos, como por ejemplo los de los famosos años noventa del siglo pasado, es más difícil dudar, ya que a registros como los aludidos se agrega la memoria de quienes por esa época ya hacía bastante tiempo que habíamos nacido. Y la memoria inisiste, por ejemplo, con que para 1994 la política de privatizaciones de Menem estaba en su plenitud, y que la venta de YPF ya se había concretado.

Nota: gracias a Adol y Luisito por el material aportado.

jueves, julio 20, 2006

MI SUPERHEROE EN SU ESCARABAJO



Manejar un Volkswagen Escarabajo es una experiencia particular. Desde que uno ingresa al habitáculo y aspira el suave, envolvente aroma a aceite multigrado que proviene de la parte trasera, los acontecimientos estimulantes se precipitan. El sonido de la puerta al cerrarse, la estrechez de la pedalera y el brillo del aro que circunda al velocímetro preparan el clima, pero uno apenas puede contener la ansiedad mientras gira la llave para ponerla en posición de contacto. Al darle un cuarto de vuelta sobreviene una sucesión de ronroneos y sacudones, los que finalmente desembocan en un moderado rugido: el motor está en marcha.
Hay que dar tiempo a que el aceite circule y el conjunto llegue a la temperatura adecuada. Entonces sí, después de apretar el embrague y encastrar la primera velocidad, comienza una relación sin intermediarios: no hay dirección asistida, air-bags ni dispositivo ABS. Tampoco inyección, salvo la del entusiasmo del conductor, quien a partir de entonces será cómodamente transportado por un vehículo que dispone —algo que sólo comprenden quienes integran
la secta de sus poseedores— de una fuerte personalidad. Él lo llevará a destino a un ritmo pausado, ideal para ir admirando el paisaje y mantener las pulsaciones en una frecuencia apropiada.
Cuando allá por octubre del año pasado compré un Escarabajo brasileño del ’81, creí que estaba dándome un gusto largamente postergado. Sin embargo, pronto comprendí que era algo más que eso.

Mi obsesión, si así puede llamársela, con ese vehículo proviene de mi más tierna infancia. Tendría unos 5 ó 6 años cuando mi padre, un comerciante de clase media en Buenos Aires, adquirió uno fabricado en Alemania que, calculo, sería modelo 1950. No lo conservó por mucho tiempo, ignoro por qué motivos, pero sí lo suficiente como para imprimir en mi alma una huella indeleble. Desde entonces, cada vez que veo un Escarabajo tengo una sensación rara, una emoción difícil de describir, y que hasta hace poco podía identificar con la del enamorado que no se anima a declararse a su amada. Hoy ya lo hice, y encima fui correspondido.
En aquel Volki verde de origen germano cumplió mi padre una pequeña hazaña que aún recordamos algunos miembros de la familia. Por entonces, veraneábamos en San Clemente del Tuyú, en una pequeña casita cuya propiedad mi viejo compartía con uno de mis tíos. Él nos llevaba a mi madre y a mí a principios de enero y volvía a la Capital, ya que por su trabajo sólo se tomaba unos quince días de vacaciones en febrero; entre tanto, iba y venía los fines de semana. Fue en uno de estos viajes relámpago cuando llegó a la localidad de Dolores, donde se abandonaba la ruta nacional 2 para tomar hacia la izquierda la provincial 11, cuya calzada era en aquella época “mejorada”, es decir, de tierra. En una estación de servicio lo anoticiaron de que el camino hasta San Clemente estaba intransitable por las lluvias, y que en el trayecto había varios vehículos atascados. Era un viernes caluroso y mi viejo, entre volver a la humedad sofocante de la gran ciudad o seguir en procura de reunirse con sus afectos, optó por lo segundo. A lo sumo, pensó, se quedaría atascado y esperaría hasta conseguir un remolque.
Así que, tranquilo, volvió a la ruta dispuesto a llegar hasta donde pudiera. Llovía bastante y por consiguiente, el piso estaba muy embarrado, pero el tamaño de las cubiertas -rodado 16, angostitas(*)- y el peso del motor sobre las ruedas motrices ayudaron a mi padre, que manejaba muy bien, a superar los inconvenientes que ello ocasionaba. Como se dice, sin prisa pero sin pausa siguió avanzando mientras a cada momento veía autos más grandes y potentes varados al costado del camino. Así, hasta que a unos 30 kilómetros de su destino se encontró con el paso cortado por un enorme charco, en la mitad del cual un pesado camión, rendido, esperaba por ayuda. Escuchó a las personas que allí estaban aconsejándole regresar, pero perdido por perdido, volvió a su auto y decidió seguir con el intento. Puso primera y avanzó muy lentamente, comprobando con preocupación que su desplazamiento provocaba un pequeño oleaje en el charco. Sin dejar de acelerar, para que no ingresara líquido por los escapes, pasó a un lado del camión temiendo lo peor, porque era el sitio donde el agua alcanzaba la mayor profundidad, pero el blindaje del Escarabajo hizo que ninguna pieza vital fuera atacada. Llegó al otro extremo del charco y, calzando la segunda velocidad, siguió, ya imparable, hasta San Clemente.
Durante el día mi mamá y mi tía, sabedoras del estado del camino, me habían preparado para la probabilidad bastante alta de que mi padre no llegara ese viernes por la tarde según estaba previsto. Así que cuando caía la tarde, yo jugaba distraídamente en la vereda, triste pero ya resignado. Entonces fue cuando un conocido ronquido metálico me hizo levantar la vista hacia la esquina: allí, del Volki cubierto de barro, emergía mi viejo con una sonrisa de oreja a oreja. Verlo y salir disparado al encuentro de quien en ese momento era para mí el más poderoso de los superhéroes, fue todo uno.
Por eso hoy, cuando me acomodo en mi Fusca y me apresto a encender el contacto, no puedo dejar de mirar al asiento del acompañante: allí lo veo a mi viejo como hace cincuenta años, con la misma sonrisa ganadora, casi gardeliana, de aquel dulce atardecer sanclementino.

(*) Gracias al amigo Manuel Berro, de AADEA, por el dato.

jueves, julio 13, 2006

VINDICACIÓN DEL FÚTBOL PURO

El fútbol, globalmente considerado y en su versión FIFA-Havelange que Blatter ha continuado y perfeccionado hasta alcanzar niveles de excelencia, es uno de los negocios más lucrativos del mundo moderno. El máximo organismo mundial, como un pulpo de brazos incontables y omnipotentes, controla de modo férrero desde la rutilante World Cup hasta el más recóndito rincón del fútbol sala, abarcando así todas las fuentes de generación de ingresos financieros de este maravilloso deporte. Nada puede eludir su sombra totalizadora. Recientemente se supo de la sanción que la FIFA aplicó a la federación griega, acusándola de no ser independiente de las leyes que rigen en el país helénico (???).

Ese escenario en el que predominan la ingeniería financiera y la estrategia marketinera, parece muy alejado de las playas paulistas en las que los pibes morochitos sueñan con emular a un Edson Arantes do Nascimento de piernitas flacas que apenas vieron en alguna foto vieja, y sin embargo se nutre de ellas. Tanto como de los ásperos campitos del Fuerte Apache de los que surgió Carlitos Tévez, las callecitas de Sao Bernardo do Campo que albergaron en su niñez al petiso Deco y los suburbios de Guyana en los que el flaquito Malouda —mal que le pese a LePen— aprendió a gambetear zancadillas rivales. Aquél no sería posible sin éstos.

Por esa misma razón, David Beckham se destaca, más que por la fina sutileza con que sabe acariciar el esférico, debido a su glamoroso aspecto (y el de su esposa). Quizá también por tal motivo, el
millonario Ronaldinho y las demás saciadas estrellas del conjunto verdeamarelho se fueron de Alemania 2006 antes de lo que todos preveíamos, sin trasuntar demasiado dolor por ello. Como si no hubieran encontrado una motivación deportiva para agitarse en la cancha.

Después de todo, pareciera que nada puede escapar a la fría lógica del negocio. Incluyendo la cuestión siempre polémica de los arbitrajes, acerca de lo cual sólo habría que indagar la opinión de los australianos respecto del español que fabricó el penal con que una por entonces desorientada azzurra fue catapultada amablemente a cuartos de final.

El fútbol-negocio, naturalmente, odia los riesgos. La impronta del Mundial que acaba de finalizar fue la módica, más bien escasa vocación de los equipos por alcanzar el área adversaria: primero nos defendemos, después… veremos. Es difícil recordar partidos que pudieran ser descriptos, aunque sea por momentos, como “de ida y vuelta”. Nada que se pareciera a esos intercambios de golpes entre dos boxeadores de los que un público tenso y excitado espera que en cualquier momento surja el nocaut. Casi todos los protagonistas actuaron como tiempistas, calculadores y bailarines. Fue exasperante ver cómo los ecuatorianos se resignaron a la despedida sin apretar el acelerador contra una Inglaterra que casi no tenía nafta en el tanque.

Por eso no debe extrañar que hayan llegado a la final dos equipos caracterizados por la férrea solidez de sus esquemas defensivos. La incólume solvencia de Thuram equivalente a la firmeza inexpugnable de Cannavaro; el prolijo tic-tac de Pirlo y Gattuso consonante con el sincronizado andar de Vieira y Makelele. Y en las mentes de Lippi y Domenech, el arco propio antes que el contrario. Los goles vinieron por un penal y un corner. El segundo tiempo transcurrió entre bostezos, y el alargue se parecía demasiado a una agonía.

Hasta que en medio de tanta especulación apareció el fútbol puro. No en su mejor expresión, sino todo lo contrario, mediante un hecho a todas luces reprobable y antideportivo. Un defensor italiano insultó malamente a Zidane y el supremo héroe francés, el talentoso que estaba cerrando una gloriosa campaña con una actuación digna de su excelsa calidad, le metió al tano hablador un
seco cabezazo en el pecho, quizá porque el otro era demasiado alto como para estrellárselo en la nariz.

Abominable acto, merecedor de la justa expulsión. Mal ejemplo para los niños y los jóvenes. Pero, también, fútbol puro. En cualquier humilde potrero de cualquiera de los cinco continentes, los insultos rastreros por el estilo generan inevitablemente el tipo de reacción furibunda acaecida en el lustroso césped berlinés. En ese instante aciago, Zidane no se acordó de los escasos minutos faltantes para que —independientemente del resultado del partido— el coro unánime de dirigentes y periodistas lo consagrara como el máximo futbolista del campeonato. Le importaron un comino las circunstancias, el marketing, la marca de sus botines y la magnificencia del entorno. Simplemente, soltó la rienda del potro sanguíneo que lleva adentro y se fue masticando bronca, a tal punto que ni siquiera se presentó a recibir su medalla por el segundo puesto. Y es de suponer que Materazzi hizo bien en no ir a pedirle disculpas en el vestuario...

Estupidez y locura, pero al mismo tiempo, repito, fútbol puro.

Ave, Zizou: viva el fútbol. Los que —con suerte y destreza tan dispares como Alfredo Di Stéfano
y quien esto escribe— transpiramos camisetas corriendo detrás de una pelota, te comprendemos.