jueves, julio 20, 2006

MI SUPERHEROE EN SU ESCARABAJO



Manejar un Volkswagen Escarabajo es una experiencia particular. Desde que uno ingresa al habitáculo y aspira el suave, envolvente aroma a aceite multigrado que proviene de la parte trasera, los acontecimientos estimulantes se precipitan. El sonido de la puerta al cerrarse, la estrechez de la pedalera y el brillo del aro que circunda al velocímetro preparan el clima, pero uno apenas puede contener la ansiedad mientras gira la llave para ponerla en posición de contacto. Al darle un cuarto de vuelta sobreviene una sucesión de ronroneos y sacudones, los que finalmente desembocan en un moderado rugido: el motor está en marcha.
Hay que dar tiempo a que el aceite circule y el conjunto llegue a la temperatura adecuada. Entonces sí, después de apretar el embrague y encastrar la primera velocidad, comienza una relación sin intermediarios: no hay dirección asistida, air-bags ni dispositivo ABS. Tampoco inyección, salvo la del entusiasmo del conductor, quien a partir de entonces será cómodamente transportado por un vehículo que dispone —algo que sólo comprenden quienes integran
la secta de sus poseedores— de una fuerte personalidad. Él lo llevará a destino a un ritmo pausado, ideal para ir admirando el paisaje y mantener las pulsaciones en una frecuencia apropiada.
Cuando allá por octubre del año pasado compré un Escarabajo brasileño del ’81, creí que estaba dándome un gusto largamente postergado. Sin embargo, pronto comprendí que era algo más que eso.

Mi obsesión, si así puede llamársela, con ese vehículo proviene de mi más tierna infancia. Tendría unos 5 ó 6 años cuando mi padre, un comerciante de clase media en Buenos Aires, adquirió uno fabricado en Alemania que, calculo, sería modelo 1950. No lo conservó por mucho tiempo, ignoro por qué motivos, pero sí lo suficiente como para imprimir en mi alma una huella indeleble. Desde entonces, cada vez que veo un Escarabajo tengo una sensación rara, una emoción difícil de describir, y que hasta hace poco podía identificar con la del enamorado que no se anima a declararse a su amada. Hoy ya lo hice, y encima fui correspondido.
En aquel Volki verde de origen germano cumplió mi padre una pequeña hazaña que aún recordamos algunos miembros de la familia. Por entonces, veraneábamos en San Clemente del Tuyú, en una pequeña casita cuya propiedad mi viejo compartía con uno de mis tíos. Él nos llevaba a mi madre y a mí a principios de enero y volvía a la Capital, ya que por su trabajo sólo se tomaba unos quince días de vacaciones en febrero; entre tanto, iba y venía los fines de semana. Fue en uno de estos viajes relámpago cuando llegó a la localidad de Dolores, donde se abandonaba la ruta nacional 2 para tomar hacia la izquierda la provincial 11, cuya calzada era en aquella época “mejorada”, es decir, de tierra. En una estación de servicio lo anoticiaron de que el camino hasta San Clemente estaba intransitable por las lluvias, y que en el trayecto había varios vehículos atascados. Era un viernes caluroso y mi viejo, entre volver a la humedad sofocante de la gran ciudad o seguir en procura de reunirse con sus afectos, optó por lo segundo. A lo sumo, pensó, se quedaría atascado y esperaría hasta conseguir un remolque.
Así que, tranquilo, volvió a la ruta dispuesto a llegar hasta donde pudiera. Llovía bastante y por consiguiente, el piso estaba muy embarrado, pero el tamaño de las cubiertas -rodado 16, angostitas(*)- y el peso del motor sobre las ruedas motrices ayudaron a mi padre, que manejaba muy bien, a superar los inconvenientes que ello ocasionaba. Como se dice, sin prisa pero sin pausa siguió avanzando mientras a cada momento veía autos más grandes y potentes varados al costado del camino. Así, hasta que a unos 30 kilómetros de su destino se encontró con el paso cortado por un enorme charco, en la mitad del cual un pesado camión, rendido, esperaba por ayuda. Escuchó a las personas que allí estaban aconsejándole regresar, pero perdido por perdido, volvió a su auto y decidió seguir con el intento. Puso primera y avanzó muy lentamente, comprobando con preocupación que su desplazamiento provocaba un pequeño oleaje en el charco. Sin dejar de acelerar, para que no ingresara líquido por los escapes, pasó a un lado del camión temiendo lo peor, porque era el sitio donde el agua alcanzaba la mayor profundidad, pero el blindaje del Escarabajo hizo que ninguna pieza vital fuera atacada. Llegó al otro extremo del charco y, calzando la segunda velocidad, siguió, ya imparable, hasta San Clemente.
Durante el día mi mamá y mi tía, sabedoras del estado del camino, me habían preparado para la probabilidad bastante alta de que mi padre no llegara ese viernes por la tarde según estaba previsto. Así que cuando caía la tarde, yo jugaba distraídamente en la vereda, triste pero ya resignado. Entonces fue cuando un conocido ronquido metálico me hizo levantar la vista hacia la esquina: allí, del Volki cubierto de barro, emergía mi viejo con una sonrisa de oreja a oreja. Verlo y salir disparado al encuentro de quien en ese momento era para mí el más poderoso de los superhéroes, fue todo uno.
Por eso hoy, cuando me acomodo en mi Fusca y me apresto a encender el contacto, no puedo dejar de mirar al asiento del acompañante: allí lo veo a mi viejo como hace cincuenta años, con la misma sonrisa ganadora, casi gardeliana, de aquel dulce atardecer sanclementino.

(*) Gracias al amigo Manuel Berro, de AADEA, por el dato.

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