martes, enero 08, 2008

La noche del Sr. Lazarescu


Confieso que debido a un prejuicio, no eran muchas mis expectativas cuando alquilé "La noche del Sr. Lazarescu", aún pese a los buenos comentarios que había leído sobre ella. Y es que, no habiendo visto nunca una película rumana, tenía miedo de que me pasara lo mismo que con el cine iraní, tan de moda entre los críticos algunos años atrás pero (después de dos o tres intentos) francamente insufrible para mí...

Sin embargo mis reservas resultaron infundadas por completo. Me pareció una obra excelente, una muestra de cómo se puede hacer cine testimonial, por ponerle una etiqueta, sin caer en el panfleto.

Dante Remus Lazarescu, un ingeniero viudo y jubilado, vive en un departamento de Bucarest con la sola compañía de tres gatos. Se siente mal, le duelen las piernas, ha vomitado muchas veces y pide ayuda a unos vecinos. Su única hija reside en Canadá, su hermana vive en otra ciudad. Llaman a una ambulancia, y la enfermera que lo atiende presume, con acierto, que el cuadro es grave, por lo que decide tratar de internarlo. Lazarescu, además, se cae en el baño y se golpea la cabeza. Entonces empieza la que será su última noche.

Creo que es una película sobre varios temas.

El más evidente es el de la salud pública. Desde dicho ángulo el patético peregrinar de ese hombre, sin familiares ni amigos cercanos, por cuatro hospitales -para peor, desbordados por las víctimas de un terrible accidente de tránsito- nos remite a los argentinos al drama de nuestro propio sistema sanitario. Problema que no es exclusivo de los países ex comunistas ni de los latinoamericanos, al menos si uno se atiene a las falencias del "estado de bienestar" canadiense que muestra Denys Arcand en la magnífica "Las invasiones bárbaras".

Otro eje, se me ocurre, es el de las miserias humanas. Algunos médicos atienden a Lazarescu con abierto desdén y desinterés, varios lo maltratan de modo sutil con esa especie de tuteo irrespetuoso que pretende disfrazarse de afabilidad, otros dos (más preocupados por sus teléfonos celulares) eluden atenderlo con un cinismo que exaspera al espectador, mientras derraman soberbia sobre los seres inferiores: los pacientes, los enfermeros, el resto del mundo. Ninguno se priva de recriminarle sus pasados excesos con el alcohol, cuando es evidente que el enfermo -condenado por un cáncer hepático y una hematoma subdural que a cada minuto lo va incapacitando en forma inexorable- sólo necesita lo que ahora llaman contención y algo así como una ayuda para morir en paz.

También hay corazones tiernos. La paramédica que lo traslada en ambulancia a los distintos hospitales, al principio fría y distante, es una de las pocas personas que se compromete con el ser humano sufriente, insistiendo con terquedad para que alguien haga algo. Un neurólogo logra que le practiquen una tomografía computada mintiendo que se trata de un pariente suyo. Sobre el final, la veterana enfermera que lo prepara para una cirujía craneana, lavándolo (por entonces, hace rato que el pobre Lazarescu no controla esfínteres) y afeitándolo con tanto profesionalismo como sensibilidad, le dedica las únicas palabras afectuosas, que él ya no puede escuchar.

No hay héroes, no hay un médico apuesto y abnegado que salve la situación. Tampoco hay clima de epopeya, ni siquiera de drama. La cámara austera registra los hechos casi en tiempo real, desde una distancia, diría, periodística: no se ven primeros planos en las dos horas y media de duración. Esto y las magníficas actuaciones dan como resultado un clima de realismo atrapante.

Hay otro tema. Se ha dicho que el de la muerte es el momento en que nos encontramos más solos que nunca. No parece exagerado pretender que quienes deben (por elección profesional) acompañar a una persona hasta ese instante final e inevitable, lo hagan con algo de calidez, por más que los sueldos sean bajos, las condiciones pésimas y los gobernantes corruptos.

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