martes, agosto 26, 2008

Quién dijo que todo está perdido...


Potenciados por la difusión televisiva, el fútbol y el básquetbol profesionales se han convertido en espectáculos masivos, que mueven cantidades asombrosas de dinero. Los jugadores que alcanzan los niveles competitivos más altos, por lo tanto, disfrutan de unas remuneraciones y unas "condiciones laborales" -por llamarlas de alguna manera- que resultan fantásticas.

En el caso argentino, esos niños mimados coinciden durante las Olimpíadas con deportistas ubicados en el otro extremo de la escala, acostumbrados a entrenarse en condiciones precarias y a sortear, aunque no siempre lo logran, múltiples obstáculos. Duchas con agua fría, "becas" de escaso valor que no siempre se hacen efectivas, imposibilidad material de prepararse compitiendo en el exterior, son sólo algunas de las dificultades que judocas, remeros, nadadores y casi todo el resto del espectro deportivo nacional se acostumbra a confrontar con notable estoicismo.

Por eso, las actitudes de Messi, en su novelesca puja con el Barcelona FC, y de los integrantes del equipo de básquetbol me conmovieron. Ellos demostraron, sin proclamarlo, que sienten arder dentro de sí el mismo "amor por la camiseta" (digámoslo así) que un humilde e ignoto lanzador de martillo.

Ver cómo Nocioni -casi en una pierna- peleaba cada pelota como si fuera la última de su vida, y cómo el grupo festejó el bronce, con Ginóbili alentando desde el banco, fue algo muy lindo. Después, supe que Manu, pese a que desde el San Antonio Spurs lo presionaban para viajar a tratarse la lesión, probó su tobillo hasta una hora antes del partido. Y no pude menos que acordarme de Maradona (que no es santo de mi devoción, por razones extrafutbolísticas) con el tobillo zurdo machucado, jugando un partido decisivo contra Brasil en el Mundial de 1990.

Entonces, pensé que no todo está perdido.

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