lunes, diciembre 22, 2008

El día que estuvimos en peligro


Mi esposa y yo llegamos desde Buenos Aires a Ushuaia por primera vez, a fines de julio de 1978 (éramos tan jóvenes...) con muy poco equipaje pero sobrecargados de esperanzas e ilusiones. Estábamos concretando nuestro propósito de vivir fuera de la gran ciudad, aunque no teníamos idea de cómo iba a desarrollarse aquella aventura.

Eso, que se trataba de una aventura, era una de nuestras pocas certezas, junto con sendos empleos en la gobernación local (por entonces, Tierra del Fuego era un "territorio nacional" dependiente de la presidencia de la nación) y la amistad de Alberto y Leticia, que habían venido a vivir aquí un mes antes . Ushuaia era poco más que un aldea y por lo tanto, su sociedad resultaba bastante cerrada. Los nycs ("nacidos y criados"aquí) hacían sentir la "extranjería" a los recién llegados, que sólo con el paso del tiempo lograríamos ir insertándonos en el medio.

En eso estábamos unos meses más tarde. Tras conocer los rigores climáticos del invierno, nieve incluída, cosechamos algunas nuevas amistades y en los fines de semana de esa primavera empezábamos a descubrir las bellezas de los bosques y los ríos circundantes. Las cosas marchaban razonablemente bien, lo que morigeraba la nostalgia por los afectos dejados en el lejano lugar de origen.

Había sólo un asunto preocupante: Argentina y Chile mantenían un contencioso por la posesión de tres pequeñas islas cercanas que las negociaciones diplomáticas no conseguían resolver. Por supuesto, que ambos países estuvieran gobernados por dictaduras militares era un factor muy perturbador. No se trataba de una mera especulación: desde el mes de octubre, la llegada de sucesivos contingentes de tropas a la zona nos demostraba que el problema empeoraba. Los rumores decían que "del otro lado" ocurría lo mismo...

Se establecieron unos ejercicios preventivos para la población civil, entre ellos los denominados "oscurecimientos", ante la posibilidad de ataques aéreos. Esto no estaba exento de cierta gracia, porque en diciembre -en pleno solsticio del hemisferio sur- las horas de oscuridad son muy pocas; de hecho, la mayoría se tomaba las prácticas bastante en solfa. Supongo que era un mecanismo psicológico de autodefensa, porque en el fondo nadie creía que el procedimiento fuera eficaz.

Para diciembre, al paisaje plagado de tropas y pertrechos se sumaban las cada vez más preocupantes noticias de la prensa Los negociadores no avanzaban hacia un acuerdo, tampoco alcanzado en dos encuentros mantenidos entre los dictadores Pinochet y Videla. Con una mezcla de incredulidad e impotencia, sentíamos que un desenlace bélico era inminente.

Después nos enteraríamos de que, en efecto, la guerra estuvo a pocas horas de iniciarse. El 22 de diciembre, hace hoy treinta años, los militares de ambos bandos se trasladaban a sus posiciones de combate. Recuerdo que en el pequeño muelle local ya no estaban las embarcaciones de la Armada que solían estar apostadas allí. También pienso que, pese a esas evidencias, los civiles no habíamos tomado conciencia de la gravedad de la situación. Quizá los militares, tampoco...

Lo demás es sabido. El Papa designó ese día al cardenal Antonio Samoré para iniciar una mediación, y fue el urgente llamado telefónico anunciando esa decisión lo que hizo suspender a último momento los desplazamientos definitivos de los militares.

En este aniversario, se me ocurre un pequeño ejercicio contrafáctico.

El llamado del Vaticano llega tarde o es ignorado, y en las primeras horas del 23 de diciembre comienzan las acciones de guerra. Algunos bombarderos sobrevuelan Ushuaia, tratando de alcanzar los depósitos de combustible cercanos a la Base Naval, mientras son hostigados desde tierra con fuego de artillería y desde el aire por aviones cazas. Desde el canal de Beagle resuenan los intercambios de disparos efectuados por naves de ambos países.

Los combates continúan hasta el atardecer, cuando se anuncia una tregua por Nochebuena, acordada tras una desesperada intervención del Vaticano y del secretario general de las Naciones Unidas. También se sabe que se reabrieron las negociaciones diplomáticas.


En la tarde/noche ushuaiense el paisaje es desolador. Edificios y vehículos destruidos por doquier, entre columnas de humo y grandes cráteres abiertos por las bombas. Aquí y allá, pobladores que deambulan sin rumbo, ambulancias que trasladan heridos a los hospitales y camiones que se llevan los cuerpos de los muertos. No se conoce el número de víctimas y todavía no hay noticias sobre lo que ha sucedido en otras zonas del país.

Sin embargo, los que aún sobreviven saben qué es lo que ha comenzado: un período de profundo odio entre argentinos y chilenos, con recurrentes enfrentamientos armados y sus consecuentes pérdidas de vidas, que durará siglos.


Afortunadamente, nada de esto ocurrió, ya que la capacidad diplomática de aquel hombre de semblante afable (que en medio de la insensatez reinante vió "la lucecita de esperanza al final del túnel") logró que el disparate bélico se postergara por siempre.

Transcurridas tres décadas, la perspectiva obliga a reflexionar en lo absurdo de los reclamos de "soberanía" sobre esas tres islas, cuya posesión quedó finalmente en manos de Chile sin que ello afectara en modo alguno el honor ni los más hondos sentimientos de los argentinos. Soberanía, cuántas barbaridades se han hecho en tu nombre...

Estoy convencido de que argentinos y chilenos deberíamos recordar agradecidos a Antonio Samoré, por siempre.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Para los que estuvimos en Ushuaia en diciembre del 78 estas líneas nos evocan momentos de incertidumbre de una manera muy especial. Excelente y oportuna nota, hay cosas que no se deben olvidar.

Urboterra dijo...

Qué bien, Mike. Totalmente cierto. Yo sólo sabía sobre esto "de mentas".
Rayas tontas, les dicen también, a las fronteras. Es triste esa costumbre que tenemos (me refiero a muchos argentinos, y de otros países también) de tenerle bronca al de al lado. Me molesta que la gente que sabe que soy de Ushuaia me pregunte enseguida cuánto odio a los chilenos. Mi respuesta es siempre esta: no tengo por qué odiarlos, y las veces que fui a Chile me trataron increíble. Habría que romper, siguiendo la línea de tu texto, con los prejuicios y las boludeces, con los odios porque sí, o por costumbre.
Muy bueno, siempre.
Guarda con esta frase: "Quizás los militares, tampoco...". No habría que revisar la coma?
E.

Anónimo dijo...

Coincido con los preopinantes. Buena y oportuna nota. Vos conocés la anécdota: tuve la malísima experiencia de ver zarpar del muelle a las famosas lanchas rápidas. Mal momento.