martes, septiembre 08, 2009

El dilema de la inmigración


"Da igual en qué parte del mundo vivamos: todos somos africanos". Al abrir con esta contundente frase el primer capítulo de su libro "Historia del hombre", el británico Cyril Aydon nos recuerda la importancia que las migraciones han tenido para la evolución de la especie humana, desde el éxodo iniciado por algunos habitantes del África oriental, hace más de 60.000 años, hasta la actualidad.

Los sociólogos y los demógrafos han estudiado las diversas motivaciones que impulsan a cambiar de lugar de residencia, tanto a individuos como a grupos de personas. Algunas causas se relacionan con las condiciones en el ámbito de origen y otras con las del destino. En términos generales, la escasez de recursos, la superpoblación y una baja calidad institucional constituyen expulsores de población, mientras que la existencia de mejores condiciones económicas y de buenos estándares de servicios sociales son elementos que la atraen.

Las corrientes migratorias, tanto las que fluyen dentro de un mismo país como las internacionales, reflejan y expresan de un modo u otro las situaciones económicas relativas. Para no ir demasiado atrás en el tiempo, recordemos por ejemplo que la crisis agrícola verificada en la Europa de fines del Siglo XIX determinó que entre ese momento y 1930, migraran unos cuarenta millones de personas a América del Norte, y que otros quince millones marcharan a América del Sur. La pujante Argentina de entonces, mal que le pese a cierto "progresismo" anacrónico, atrajo a unas multitudes compuestas por españoles e italianos, en su gran mayoría, pero también por franceses, alemanes, ingleses, rusos, etc.

El hecho migratorio tiene por lo general una cierta tonalidad épica, incluso cuando se trata de personalidades destacadas que lo llevan a cabo desde posiciones favorables. Ello deriva de lo difícil que suele resultar la adaptación de los inmigrantes al nuevo ámbito, un proceso en el que además de la cuestión económica, inciden con mucha fuerza tanto las consideraciones de naturaleza social como las culturales y hasta las religiosas.

Es obvio que para quienes han emigrado bajo condiciones precarias las dificultades para integrarse son mayores, con un agravante: en caso de no lograr adaptarse, les resultará imposible volver al origen, por razones económicas. Pero en ocasiones, aún cuando el inmigrante haya conseguido integrarse, las desavenencias pueden surgir en las generaciones siguientes, incluso bajo formas muy violentas. Algunos de los terroristas que produjeron los graves atentados de Londres en julio de 2005, eran jóvenes descendientes de pakistaníes prósperos que se habían asentado en Inglaterra un cuarto de siglo atrás.

El cambio tecnológico también ha ejercido influencia, con resultados diversos. La invención en 1944 de la recolectora mecánica de algodón provocó la migración a lo largo de las tres décadas siguientes de unos cinco millones de personas de color, desde las zonas rurales del sur estadounidense hacia ciudades como Nueva York, Boston, Chicago, Detroit y otras. Esa gente completó de tal modo una infausta parábola: mientras sus ancestros habían sido llevados desde África para trabajar en los campos algodoneros en estado de esclavitud, ellos tuvieron que emprender un nuevo éxodo, en la mayoría de los casos para enfrentar contextos muy adversos en suburbios pauperizados.

El presente nos muestra otras paradojas. Muchos descendientes argentinos de aquellos inmigrantes españoles e italianos, encuentran grandes y crecientes obstáculos para establecerse en las patrias de sus abuelos. Es cierto que las condiciones son diferentes: mientras nuestro país hace cien años necesitaba y, por lo tanto, estimulaba la inmigración, la Unión Europea -agobiada por los problemas económicos, en particular en materia de empleo- tiende a rechazarla, temiendo un desborde.

En Tierra del Fuego, como todos sabemos, hubo una inmigración de proporciones notables, que arrancó en los años ochenta del Siglo pasado, a consecuencia de un sistema de promoción económica cuya instauración apuntaba a resolver los históricos problemas de la escasez poblacional y el retraso relativo. El factor de atracción constituido por el auge derivado del régimen de la ley 19.640, fue potenciado por el pobre desempeño de la economía nacional en esa época.

La oleada de inmigrantes fue percibida por muchos residentes fueguinos como una verdadera invasión, por lo que el proceso de adaptación sin duda resultó arduo para ambas partes. Lo cierto es que aquel flujo disparó una profunda transformación regional, tanto en el aspecto económico como en el plano social.

Sin embargo, la situación ha venido dando un giro copernicano en los últimos años, hasta mostrar ciertas semejanzas –salvando las distancias- con lo que ocurre contemporáneamente en Europa. Por diversas causas, las condiciones para el asentamiento de nuevos inmigrantes ya no son favorables sino todo lo contrario, y las evidencias de ello están a la vista. Aunque no hay datos oficiales al respecto, es muy posible que muchos inmigrantes recientes que no han logrado insertarse en el medio, padezcan además la imposibilidad material de regresar a sus lugares de origen.

Para peor, mientras en el resto del país la crisis refuerza los elementos expulsores, la isla sigue ejerciendo en el imaginario colectivo de los potenciales inmigrantes un atractivo que no condice con la deprimida situación en el ámbito local, tanto del nivel de actividad como de la demanda laboral. De tal modo, lo que en términos de desarrollo económico y social fue una oportunidad se ha convertido en una fuente de conflictos y en uno de los dilemas más complejos que los gobernantes fueguinos deben afrontar.

(La imagen, que muestra a unos migrantes subsaharianos, fue tomada por el fotógrafo francés Roberto Neumiler)

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