martes, enero 19, 2010

Comparaciones apabullantes


Cuando se analiza la historia económica, es frecuente encontrar indicadores que demuestran que la Argentina de fines del Siglo XIX y comienzos del siguiente (la de la "generación del progreso" liderada por Roca e integrada por figuras como Pellegrini, R. Sáenz Peña, Bernardo de Irigoyen y J.V. González, entre otros) podía compararse, sacando ventajas en más de un rubro, con muchos países de Europa así como con los Estados Unidos, Canadá y Australia. Por ejemplo, en 1913 el PBI per cápita argentino representaba el 64% del estadounidense, se equiparaba a los de Francia y Alemania, era una vez y media el de Italia y duplicaba al de Japón ( * ) ver nota al pie. Un siglo más tarde, a nadie en su sano juicio se le ocurriría intentar siquiera establecer un parangón con ninguna de esas naciones.

Los motivos por los cuales transitamos el sendero desde la promesa a la frustración son varios y, en todo caso, controvertidos. Lo cierto es que nuestro retraso en materia económica y su consecuencia, el deterioro relativo de la calidad de vida de la población, han ido de la mano de un descalabro institucional que parece no encontrar su piso, hundiéndose cada día un poco más.

Entre las instituciones más dañadas y, por ende, que acusan un mayor desprestigio, están las de la política, que el ciudadano común vislumbra como un magma pegajoso dentro del cual forcejea un conjunto de personajes más o menos impresentables. Si bien hay (unos pocos) actores políticos a los que no sería justo endosar esa definición, su capacidad de maniobra parece ser mínima ante la magnitud del desbarajuste.

Entonces, en el plano político la comparación vuelve a ser imposible. Pero ya no con sociedades que pertenecen a lo que suele llamarse -con cierta ambigüedad- el mundo desarrollado, sino con vecinos latinoamericanos desde donde, hasta no hace mucho, algunos podían mirarnos con algo de envidia.

Hace poco, Uruguay nos dió una clase de civismo y sensatez, desde el transparente proceso de elecciones primarias que ungió a los candidatos de los diversos partidos hasta la competencia presidencial que determinó la continuidad del Frente Amplio en el poder, con el triunfo de José Mugica.

Ahora, Chile también nos enseña el camino. Su pueblo ha optado por un cambio en la orientación política, que podría resultar sorprendente atendiendo tanto a los logros que la Concertación alcanzó en casi 20 años de ejercicio del poder como a la excelente imagen que rodea a la presidente saliente Michelle Bachelet.

Explicaciones sobre esta aparente contradicción hay varias, la mayoría de las cuales apuntan a un comprensible desgaste del oficialismo que habría generado en los electores la necesidad de determinar una alternancia. En torno a este asunto coinciden los analistas, por encima de interpretaciones sobre el perfil de Eduardo Frei, el candidato perdidoso. Y esto último tal vez sea así porque la política chilena no está tan influida por el personalismo (¿mesianismo?) que caracteriza al escenario argentino. La aludida buena imagen de Bachelet estaría confirmando este rasgo.

Pero otro enfoque plausible aunque no opuesto al anterior, se centra en que la proposición de cambio de Sebastián Piñera no revestía un afán fundacional, como ocurre en nuestro país. El candidato de la derecha no prometió dar vuelta como una media al sistema de políticas sociales construido por la Concertación en todo este tiempo, sino que por el contrario, tras elogiarlo elaboró un discurso orientado a lograr una mayor eficiencia del aparato estatal (incluyendo el aspecto de la seguridad) desde un marcado profesionalismo en la gestión. Para una economía que desde hace tiempo había venido demostrando su vocación para insertarse con éxito en el comercio internacional, propuso mejorar la competitividad incrementando la productividad. En síntesis, se basó en el mantenimiento de los grandes lineamientos políticos del Estado que había desarrollado la Concertación, agregando aquellos puntos que son caros al liberalismo moderno. Y el pueblo lo votó.

El propio acto eleccionario chileno debería ser también un motivo de admiración para el observador argentino. Pese a que la cosa estuvo muy pareja, no hubo sospechosos retrasos en el anuncio de los resultados: a las seis de la tarde ya estaba el oficialista Frei reconociendo su derrota. Y no sólo eso, sino que casi enseguida se encontró con el vencedor, junto a las familias de ambos, para saludarlo.

El contraste con el bochorno protagonizado por Kirchner y su cohorte tras la derrota en junio pasado ("perdimos por poquito", "ganamos en El Calafate, mi lugar en el mundo", "en realidad, ganamos") es apabullante para nosotros. Casi tanto como la escena del desayuno que compartieron, a la mañana siguiente de la elección, Piñera y la presidenta quien, con una humildad que debería hacer sonrojar a su par (!!!) argentina, no dudó en trasladarse a la casa del candidato triunfante para felicitarlo y conversar con él.

Un día después, Cristina Fernández postergaba un viaje al exterior para no posibilitar su reemplazo temporario por el vicepresidente Cobos...

( * ) Fuente: Felipe A. M. De la Balze, compilador - "Reforma y convergencia: ensayos sobre la transformación de la economía argentina". Bs. Aires, 1993

(La imagen es de La Nación)

2 comentarios:

ars dijo...

Así nos va. Aporto una teoría: supongo que la Sra. Presidente no irá a China por dos razones:
a) Los chinos le dijeron que no vaya, que poco tienen para hablar con un sitio que se presenta impresentable.
b) El manotazo nada tiene que ver con deuda, mercados, sistemas y demás. Me recuerda a los 600 milloncejos que un día salieron de Santa Cruz y jamás han vuelto. Todo por un puñado de dólares...

Urboterra dijo...

Si, lo de Chile lo vi por la tele. Mezcla de sensaciones: felicidad, envidia y pena. Ojalá dejemos de putearlos gratis (típica frase argentina "no me banco a los chilenos") y ver qué hacemos con nuestro rancho.
Salut,
Etienne