domingo, abril 05, 2009

Raúl Alfonsín, 2da. parte


Sería una simplificación excesiva atribuir la congoja popular y las múltiples expresiones de adhesión a Alfonsín en el momento de su muerte, a la mera volatilidad del ánimo colectivo que nos caracteriza a los argentinos, o a la costumbre de idealizar la figura del muerto.

En su momento de auge político, Alfonsín no despertó mi adhesión, aunque eso lo asigno a que por entonces me encontraba yo transitando mi etapa nac & pop de la que hoy me siento alejado en forma definitiva. Digamos que mi mirada crítica de aquel tiempo reconocía causas bien diferentes de mi perspectiva actual, en la que también predomina una valoración de sesgo negativo sobre su gobierno.

Pero ese no es el motivo de este post. La pregunta que me impulsa a escribirlo es la siguiente: ¿por qué razones una franja muy importante -no tiene importancia si es o no mayoritaria- de la población lo ha despedido elevándolo a la posición de un Padre Fundador, adjudicándole el rol de símbolo de la democracia?

Me contesto que entre los de mi generación, Alfonsín encarnó no sólo las esperanzas de un retorno a la democracia en el sentido, digamos, instrumental, sino del reencuentro con el sendero del progreso, en términos económicos, sociales e institucionales. El país venía de soportar, además de una tenebrosa dictadura, el catastrófico gobierno peronista de 1973-1976 y, antes, el cesarismo decadente de la "revolución argentina". La presidencia de Frondizi había sido apenas una tregua, efímera, de modernidad, y como la de Illia -pese a los buenos resultados de ésta en materia económica- no había resistido el embate de la antinomia peronistas vs. gorilas.

Alfonsín asumió luego de casi tres décadas de turbulencias que habían convertido a la violencia en un elemento normal de la vida política y social. Los argentinos sentíamos que con el ascenso al poder de un presidente elegido en forma democrática, el país comenzaba una fase de su historia sustentada en paradigmas diferentes.

Yo creo que su gobierno -al que, como dije en un post anterior, las cosas no se le presentaron fáciles- defraudó en buena medida esas expectativas mayoritarias. Sin embargo, más allá de cualquier juicio de valor, está claro que aquella esperanza social reapareció de una manera visceral la semana pasada, encontrando en Alfonsín la figura en la cual podía reflejarse nuevamente.

Me parece que muchos de los que lo despidieron con sincera emotividad -varios de ellos, buenos y queridos amigos míos- lo hicieron de ese modo porque con ello expresaban su renovada esperanza, su necesidad de creer que existen otros modos de gestionar la cosa pública, diferentes a esta chatura provinciana, a este ejercicio ramplón de la política, a esta mezcla indescifrable de soberbia, desfachatez e incompetencia que amenaza con arrastrarnos hacia el abismo.

Alfonsín quizá no haya tenido la estatura política de un estadista singular, pero hoy y ahora, y más allá de su praxis, es para buena parte de la población, el ícono de la esperanza que, como dice el dicho, es lo último que se pierde. Sería muy bueno para el país que ese sentimiento se canalice hacia mecanismos de participación, de modo que franjas crecientes de ciudadanos se comprometan con el accionar político para dar comienzo a una reacción.

Links:
* Reportaje a Sergio Bergman en La Nación.
* Columna de Edi Zunino en Perfil.com

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