jueves, abril 02, 2009

Raúl Alfonsín


El fallecimiento de cualquier persona genera en quienes la conocieron, una reflexión sobre el significado de esa vida que ha terminado. En el caso de una figura pública con la trascendencia que ha tenido la de Raúl Alfonsín, tal consideración estará influida por recuerdos y apreciaciones sobre aspectos políticos, así como por las vivencias personales que la época impregnó en el observador.

Lo primero en que pensé cuando leí los elogios y vi las muestras de afecto en los medios de comunicación, fue en el cambio del humor colectivo como una característica casi genética de los argentinos. Alfonsín renunció a la presidencia envuelto en un desprestigio descomunal, producto de un declive económico signado por los saqueos a los supermercados y el virtual quiebre del Estado. El mismo pueblo que apenas veinte años atrás lo execraba, lo despide hoy asignándole una dignidad cercana a la de un prócer. Confirmando, de paso, esa otra tendencia nacional a sacralizar a las figuras históricas (a San Martín se lo ha designado nada menos que "el santo de la espada"...).

Creo que las razones para que esto sea así hay que buscarlas en dos planos. Por un lado, el de la conducta personal de alguien que jamás fue acusado por hechos de corrupción y que, por ello mismo, podía caminar con tranquilidad por la calle, en un país en el que la deshonestidad ha adquirido visos de endemia. ¿Puede Menem sentarse a la mesa de cualquier bar de Buenos Aires a tomar un café sin temor a que alguien lo increpe? ¿Podrá hacerlo Kirchner en unos años más?

Por el otro, el de un hombre a quien le tocó asumir un cargo de máxima responsabilidad en condiciones durísimas, y que demostró entonces la firmeza de su compromiso republicano. Había que tener las agallas bien puestas para perseguir judicialmente a dictadores y guerrilleros (esto último, Hebe de Bonafini aún hoy no se lo perdona) en ese momento, y Alfonsín lo hizo. El país había llegado al fondo del abismo (con una dictadura criminal y una guerra perdida) y en ese comienzo de su gestión él estuvo a la altura exigida por las circunstancias, en un contexto político que no podía ser más complejo. La relación de su gobierno con los militares, que por aquellos años -pese a lo reciente de su fracaso- conservaban una cuota de poder hoy inimaginable (recordar el conato rebelde de Seineldín y Rico), fue muy dificultosa y estuvo marcada por aciertos y errores. Claro que, como suele suceder, el enfoque desde la perspectiva histórica es muy diferente del que tuvo a su alcance el protagonista en el momento de tomar las decisiones.

No siempre Alfonsín cultivó el perfil dialoguista y proclive al consenso con que hoy se lo recuerda: cuando las mieles del poder halagaban su paladar, mantuvo duras polémicas con periodistas, la iglesia y con "el campo", entre otros, y una relación conflictiva con ciertas figuras que no le simpatizaban como... Mirta Legrand. Su dialoguismo emergió cuando su estrella ya había declinado.

El tiempo transcurrió y fue el aspecto económico, más que el político, el que terminó afectando su desempeño presidencial en forma grave. Los errores del impresentable ministro Grinspun primero, y, según tengo para mí, una falta de convicción del mucho más solvente sucesor de éste, Sourrouille, para aplicar necesarios cambios estructurales (carencia compartida por Alfonsín, sin duda), desembocaron en el desborde fiscal, la hiperinflación y, a continuación, en el colapso de su presidencia. Aquel desprestigio al que me refería en el segundo párrafo tenía su origen en el agudo contraste entre la esperanza que su gobierno había despertado y la profunda decepción del final.

Más tarde, participó del llamado pacto de Olivos, que terminaría posibilitando la reelección de Menem. Me da la impresión que con esa movida trató de morigerar la hegemonía justicialista en ciernes, sin lograrlo. No puedo olvidar, tampoco, la cuestionable actitud de Alfonsín ante el gobierno de De la Rúa. Los historiadores deberán aportarnos alguna vez, el análisis de su papel en aquellos momentos, y en especial respecto de su interacción política -como referente principalísimo del partido radical- con Duhalde y el peronismo de la provincia de Buenos Aires en la debacle de diciembre de 2001.

Más allá de esos claroscuros propios de toda obra humana, me parece que la de Alfonsín merece un reconocimiento por su empeño democrático. Las personas de mi generación, que ha experimentado en carne propia las funestas consecuencias que la desaparición de los partidos del escenario político conlleva, deberían sentirse muy preocupadas por la situación actual, en la que el escepticismo generalizado determina la falta de representatividad de esas organizaciones. Hoy ya no hay partidos sino "espacios", y los programas (¿quién habla hoy de una "plataforma electoral"?) han dejado su lugar a las apelaciones personales (los "ismos"). Ese marco de anomia explica tanto las "transversalidades" y las "borocotizaciones", como las relaciones clientelares en las que pícaros "operadores" se mueven tan a gusto.

Creo valorable, entonces, que Alfonsín haya sido toda su vida -y con todos sus defectos- un político orgánico. La política partidaria, tan vituperada, es pese a todo la herramienta democrática que puede hacernos superar el actual estado de cosas, y Alfonsín fue un político por excelencia.

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