
Que los impuestos constituyen un asunto controvertido es algo de lo que pueden dar fe, sin duda, los estadounidenses. Pruebas al canto.
Debates sobre cuestiones tributarias estuvieron en la génesis de la independencia del país, como fue el caso del famoso
motín del té en Boston (1773).
En 1932 el tenebroso Al Capone fue a prisión no por sus asesinatos, sino por comprobarse que había cometido evasión fiscal.
El candidato y ex actor Ronald Reagan prometió en la campaña electoral de 1980 disminuir los impuestos, y tras acceder a la Presidencia, cumplió con su palabra, lo cual le posibilitó ser reelecto cuatro años después.
Lo contrario pasó con su sucesor George H. Bush, quien ganó las presidenciales de 1988 con su famoso slogan: "Lean mis labios, ningún nuevo impuesto". Sin embargo, eso no fue lo que ocurrió sino que aumentó la carga tributaria, por lo que el longilíneo George H. (que no es W.) no consiguió la reelección en 1992.
Estos y muchísimos otros ejemplos, a través del tiempo y a lo largo y ancho del planeta, confirman que nuestras actuales convulsiones por las retenciones a las exportaciones no constituyen una novedad. Sí lo son, en cambio, algunos aspectos de la trifulca.
Por ejemplo, los economistas alineados en el keynesianismo y afines (como los estructuralistas, por ejemplo) son hoy los que aprueban la política oficial al respecto (ver
aquí), y
vis à vis, los ortodoxos son quienes la desaprueban (un ejemplo,
acá) . Cuatro décadas atrás, en tanto, las retenciones fueron aplicadas por un gobierno caracterizado como oligárquico, para colmo de la mano de un ministro -Adalbert Krieger Vasena- acusado de estar vinculado a los grandes frigoríficos exportadores de la época. Invito al lector a adivinar quiénes estaban de uno y otro lado por entonces.
Es que las circunstancias influyen en la opinión.
Sin embargo, entre aquella situación y la actual hay una coincidencia: la instauración de las retenciones, en 1967 como en 2002, estuvo precedida por sendas devaluaciones bruscas de la moneda nacional frente al dólar. Es decir que en su concepción (y en ambos casos), la medida apuntaba antes que a financiar al fisco, a "descalzar" los precios en el mercado interno de los productos primarios de sus valores internacionales, atenuando el impacto de la devaluación en el consumo doméstico. Preocupación por cierto legítima, derivada quizá del problema de tener que exportar lo mismo que se come...
¿Tiene sentido el cuestionamiento del sector rural, acompañado por otros estamentos de la sociedad, a una medida con la que el gobierno ha declarado perseguir un objetivo redistribucionista?
Definiciones del impuesto hay muchas, pero la que más me gusta no pertenece a un economista sino a un jurista estadounidense, Oliver Wendell Holmes Jr., cuando en un fallo afirmó que es "el costo de vivir en civilización". En esa línea de pensamiento, la política tributaria tiene una justificación indiscutible en el objetivo de proveer de bienes públicos, y en el hecho que las sociedades actuales no podrían funcionar sin impuestos. Muy opinable es, en cambio, la cuestión de la redistribución, quizá porque la equidad como la belleza, según dice Mankiw, está en el ojo de quien mira. Pero es indudable que nadie ignora en nuestro país que sectores demasiado amplios de la población se encuentran inmersos en la pobreza.
Entonces, ¿dónde nace la controversia de fondo? A mi modo de ver, en tres aspectos. Por un lado, en la metodología oficial que deja fuera de la discusión al Congreso y convierte al Presupuesto en un montón de papel inservible. Además, en la inexplicable obstinación del gobierno por enmascarar y negar el fenómeno de la inflación, que afecta a los perceptores de ingresos fijos (asalariados y jubilados, en primer lugar). Y, por último, en el feroz incremento del gasto público que coexiste con decisiones tan discutibles en materia de asignación de recursos y prioridades como la del tren-bala.
Nota: la imagen de O. W. Holmes Jr. la obtuve en Wikipedia.